domingo, 26 de septiembre de 2010

LITERATURA / Jorge Luis Borges / BIOGRAFÍA

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LITERATURA
AUTORES
JORGE LUIS BORGES

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JORGE LUIS BORGES
Es el escritor argentino con mayor prestigio universal. Fue un gran maestro de la literatura, creador de una nueva forma de entender conceptos sobre el tiempo, el espacio, el destino, la vida y la muerte. Sus narraciones y ensayos se alimentan de complejas simbologías y de una poderosa erudición, producto de su gran conocimiento de los escritores, filósofos e historiadores clásicos de todos los tiempos.

Nació en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1899. Hijo de Jorge Borges Haslam, profesor de psicología e inglés y de Leonor Acevedo Suárez. Cuando apenas tenía ocho años sorprendió a sus padres al escribir "La visera fatal", inspirado en un episodio del Quijote; a los nueve tradujo del inglés (idioma que aprendió desde la primera infancia), "El príncipe feliz" de Oscar Wilde.


En 1914, el padre  de Borges, se jubila y decide pasar una temporada con la familia en Europa (París, Milán Venecia), la que se prolonga debido a la primera guerra mundial. En 1915 se instalan en Ginebra, Suiza, donde aprende el francés y debuta, en el bachillerato, con algunos poemas escritos en este idioma y traduce del alemán la novela de Gustav Meyrink El golem.

En 1919, a los veinte años de edad y ya ciego, se radica en Barcelona y Madrid. En estas ciudades empieza a publicar poemas hasta su regreso a Buenos Aires en 1921 cuando fundó, con otros jóvenes, la revista Prismas y, más tarde, la revista Proa. En esta época el joven Jorge Luis Borges redescubre su ciudad natal, y publica su primer libro de poemas "Fervor de Buenos Aires" (1923) y en los años siguientes comienza a adquirir prestigio como el más joven poeta de vanguardia al publicar sus libros: "Luna de enfrente" (1924) e "Inquisiciones" (1925).

En los años siguientes (1926-1929), escribe cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, como "Hombre de la esquina rosada" y "El Puñal" y al empezar 1930 empieza a escribir sobre la narrativa fantástica o mágica, llegando a producir algunas de las más extraordinarias ficciones de este siglo. "Historia universal de la infamia (1935); "Ficciones" (1935-1944); "El Aleph" (1949).

Premios y reconocimientos

Fue durante los años treinta y cuarenta, cuando su fama creció en Argentina y su actividad intelectual se vinculó a Adolfo Bioy Casares, amigo entrañable con quien escribió varias obras, que se indican al final de esta nota. Ejerce en esos años, la crítica literaria, traduce a Virginia Woolf, a Henri Michaux y a William Faulkner y publica antologías con sus amigos. Al agudizarse su ceguera, deberá resignarse a dictar sus cuentos fantásticos y desde entonces requerirá permanentemente de la colaboración de su madre y de su amigos para poder escribir.

A partir de 1961, su fama se internacionaliza al recibir, junto a Samuel Beckett, el Premio Formentor otorgado por el Congreso Internacional de Editores, y en los años siguientes es honrado con el título de Commendatore por el gobierno italiano, el de Comandante de la Orden de las Letras y Artes por el gobierno francés, la Insignia de Caballero de la Orden del Imperio Británico y el Premio Cervantes, entre otros numerosos premios y distinciones. Una encuesta mundial realizada entre lectores de todo el mundo, publicada en 1970 por el Corriere della Sera revela que Borges obtuvo más votos como candidato al Premio Nobel que Solzhenitsyn, a quien la Academia Sueca distinguirá ese año.

En 1967 contrae matrimonio con una amiga de su juventud, Elsa Astete Millán, matrimonio que sorprendió a todos y que tuvo corta y desdichada duración, quedando Borges (en 1970), bajo la abnegada protección de su madre. Pocos años antes de su muerte, ya octogenario, volvió a casarse con María Kodama, su secretaria, compañera y lazarillo, una mujer mucho más joven que él, de origen japonés y a la que nombraría su heredera universal. Jorge Luis Borges muere en Ginebra el 14 de junio de 1986 sin recibir el Premio Nobel, aunque para todos estaba claro que nadie con más justicia que Borges lo merecía y que era la Academia Sueca quien se desacreditaba con su postura. La compensación la tuvo el escritor cuando en sus últimos años de vida fue aclamado en todos los países del mundo que visitó.

OBRAS

POESIA

Fervor de Buenos Aires (1923)
Luna de enfrente (1925)
Cuaderno San Martín (1929)
Poemas (1923-1943)
El hacedor (1960)
Para las seis cuerdas (1967)
El otro, el mismo (1969)
Elogio de la sombra (1969)
El oro de los tigres (1972)
La rosa profunda (1975)
Obra poética (1923-1976)
La moneda de hierro (1976)
Historia de la noche (1976)
La cifra (1981)
Los conjurados (1985)

ENSAYOS

Inquisiciones (1925)
El tamaño de mi esperanza (1926)
El idioma de los argentinos (1928)
Evaristo Carriego (1930)
Discusión (1932)
Historia de la eternidad (1936)
Aspectos de la poesía gauchesca (1950)
Otras inquisiciones (1952)
El congreso (1971)
Libro de sueños (1976)

CUENTOS

El jardín de senderos que se bifurcan (1941)
Ficciones (1944)
El Aleph (1949)
La muerte y la brújula (1951)
El informe Brodie (1970)
El libro de arena (1975)

NO CLASIFICADOS

Historia universal de la infamia (1935)
El libro de los seres imaginarios (1968)
Atlas (1985)

EN COLABORACION CON ADOLFO BIOY CASARES

Seis problemas para don Isidro Parodi (1942)
Un modelo para la muerte (1946)
Dos fantasías memorables (1946)
Los orilleros (1955). Guión cinematográfico.
El paraíso de los creyentes (1955). Guión cinematográfico.
Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977).



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EL PUÑAL

(Cuento) 


En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.

JORGE LUIS BORGES 



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 EL FIN

(Cuento) 

Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo
raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró
sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, mas allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en cielo. Con el
brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con
pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había
muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos con apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren,
que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo con señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, po r fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar a paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

-Ya sabía yo señor, que podía contar con usted.

El otro, con voz áspera, replicó:

-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.

Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

El otro explicó sin apuro:

-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.

El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

-Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió la respuesta del negro:

-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

El negro, como si no lo oyera, observó:

-Con el otoño se van acortando los días.

-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.

Se cuadró ante el negro y dijo como cansado:

-Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

El otro contestó con seriedad:

-En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo,
cuando el negro dijo:

-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como un música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que pentró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmovil, el negro parecía
vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

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LA BIBLIOTECA TOTAL 
(Ensayo)
FRAGMENTO


El capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi venticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que que es una derivación, o parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.

El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita cojunción de los átomos. El escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición." En el tratado De la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.

Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye: "No me admiro que haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, tambien podra creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la casualidad podra hacer que se lea un solo verso. (1)

La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.

Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que contiene el British Museum (2) Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros. "Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro escribiré?', sino '¿cuál libro?' "Lasswitz, animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.

La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es reduciso y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en latín. Afuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)

Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.

Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el encesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.

(1): No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y haya retirado la bolsa.

(2): Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.


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